miércoles, 9 de octubre de 2013

Cómo perdí al fin mi corazón



"Porque sentía que los dedos de mi mano izquierda empujaban algo bastante grande, suave y resbaladizo..."
"...Miré hacia abajo, y allí estaba mi corazón, en mi mano."

Ya en el mes de Junio, en la entrada "Runas" escribí un fragmento de este cuento de Doris Lessing:
"Cómo perdí al fin mi corazón". Ahora siento el momento de hacerlo de nuevo. Se trata de frases y párrafos que tienen un significado especial para mí, porque de lo contrario, ¿cómo explico que en ciertas vivencias, en algunos momentos cortos en el el tiempo, en algún encuentro casual, recuerde su lectura?

" Al cabo del cuarto día estaba agotada. No había acto de voluntad, intención o deseo que me permitiera mover ese corazón ni un poquito; al contrario, no solo estaba adherido a mis dedos, como un caramelo viscoso, sino que se estaba afianzando entre la carne de mis dedos y la palma de mi mano.
     Lo envolví de nuevo con el papel de aluminio y el pañuelo, y apagué las luces , subí las persianas  y corrí las cortinas. Eran las diez de la mañana , un día en Londres como cualquier otro..."

"De repente oí un repiqueteo que se hizo más fuerte, intenso, perceptible, y supe antes de verla  que era el sonido de unos tacones altos sobre els suelo, aunque bien podría haber sido un martillo contra una piedra. Caminaba deprisa en dirección contraria a mi ventana..."

"Lleva un rato escribir todo esto, pero sucedió en un par de segundos. El cuerpo de la mujer golpeando el suelo con el repiqueteo de los talones,  luego doblando bruscamente la esquina en ángulo recto y las palomas formando otro ángulo agudo  que cortó el de ella, una curva fugaz de aire en movimiento. Nada más, claro, nada..."

" Ya había pasado todo, todo se había desvanecido, la maravillosa coordinación perfecta de sonido y movimiento, pero había sucedido y me había hecho feliz y me había entusiasmado, no tenía ningún problema en este mundo, y me di cuenta de que el corazón pegado a mis dedos se había aflojado. Aun así, no pude acabar de sacarlo, a pesar de que tiraba de él por debajo del pañuelo y el papel de aluminio, pero casi.
  Comprendí que era un error sentarme y analizar cada movimiento del pulso o los latidos de mi corazón a lo largo de cuarenta años. Iba por mal camino; así no iba a lograr más que dejar pegado a mi carne para siempre mi corazón, rojo y tan contento...