lunes, 20 de febrero de 2012

Judith

Era un estudio muy pequeño, un ático, de una casa de cuatro plantas situada en una de las cuatro esquinas de la plaza. Desde la terraza-balcón veían el edificio del mercado, no su entrada principal, ubicada en el otro extremo, pero sí una de las puertas laterales, flanqueada a derecha e izquierda por los tenderetes que pegados a la pared, circunvalaban todo el perímetro exterior. A las cuatro de la madrugada, el ruído de los camiones descargando no la despertaba a ella, que dormía de manera profunda y relajada, pero sabía de sus horarios y entregas porque él se lo contaba por la mañana, recien hecho el café antes de que Judith se marchara al trabajo.
"Hoy la vecina se ha retrasado un poco". Mario se refería a la mujer que cada mañana abría los postigos color azul-violeta, y antes se suponía que la ventana con marco de madera del mismo tono, y asomaba medio cuerpo, todavía en su pijama, como si quisiera dar los buenos días al mundo  y a los gorjeos de las palomas en la cornisa del mercado. "Ella no tiene prisa, y tú tampoco". Judith, perfectamente trajeada, se disponía a darle un beso antes de salir con tiempo justo y exacto para no llegar tarde al trabajo. Él la miró, alta, rubia, ojos color mar, entre verdes y azules. Ella parecía no mirarle, ya estaba en otra parte. Al darse la vuelta, su magnífico trasero se alejó enfundado en la falda a juego con la chaqueta. Ya no la vería hasta la noche.

2 comentarios:

  1. Creo que Mario (el otro Mario, el de verdad, no el personaje de tu relato que se llama igual), coincidiría plenamente en que, si las obligaciones diarias han de separarlo momentáneamente de la mujer deseada, una última visión de ella como la descrita en tu relato, sería al menos un consuelo.

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    1. ¿Quien le iba a decir al Mario de mi relato que, mucho o poco tiempo después de este episodio en el ático, cada vez que viera el trasero de Judith pensaría en el de Blanca?

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